domingo, 18 de mayo de 2014

5 DOMINGO DE PASCUA, Año A, por Mons. Francisco González, S.F.

Comentario de Mons. Francisco González, S.F.

Estamos en el Quinto Domingo de Pascua. Tomando la primera lectura (Hech. 6,1-7) y comparando un poco la situación de aquellos días y ahora, da la impresión que la historia se repite como si la cosa no hubiera cambiado mucho. Son los comienzos de la Iglesia y ya empiezan a surgir pequeños resquicios en la unidad de la comunidad. Aquella maravillosa relación, descrita en el segundo capítulo de los Hechos, está cambiando: “Algunas viudas (las que pertenecen al grupo de los helenistas, o sea, los de afuera) no reciben la misma ayuda que las de los hebreos”. Como dice un buen amigo mío, “siempre ha habido clases”, y aunque todos somos iguales, parece ser que hay “quienes son más iguales que otros”.

Los apóstoles piden ayuda pues no pueden llegar a todo. La comunidad responde presentando a siete varones de “buena fama, llenos del espíritu de sabiduría, de fe y del Espíritu Santo” y así un problema serio que puede afectar profundamente a la comunidad cristiana, se resuelve con la participación de todos y la Iglesia se ve bendecida con la llegada de muchos.

¿Qué puedo hacer para que, por lo menos en la comunidad de fe, dejen de haber privilegios que discriminan y atentan contra la dignidad del pobre, del humilde, del inmigrante? Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio, nos dijo que si queríamos paz lucháramos por la justicia. La paz, hermanos, solo se escribe con la tinta indeleble de la justicia. Nuestro primer recurso para lograr la paz debe ser el diálogo de forma profunda, sin condenas ni exclusiones. Cada uno, en nuestro propio entorno puede empezar a ser la diferencia. Aunque parezca difícil, no podemos dejar de intentarlo.

El evangelio (Jn. 14,1-12) nos narra otra enseñanza de Jesús. Se nos presenta en una situación de ir y de volver, de despedida y reencuentro que exige fe y esperanza. Una situación que muchos inmigrantes tal vez la comprendan muy bien: tratar de convencer al resto de la familia que su salida hacia un país extraño es necesaria para mejorar la situación de todos y que cuando tenga todo lo necesario volverá para llevárselos consigo.

En el caso de Jesús el lugar, la casa, es una persona: El Padre. El camino que lleva hasta Él, también es una persona: Jesús mismo, quien se define como “el Camino, la Verdad y la Vida”. El domingo pasado se declaraba como “la Puerta para las ovejas”. Más y más, según vamos leyendo las lecturas que la liturgia nos presenta cada domingo de Pascua, podemos ver que Jesús es el todo para nosotros.

La Palabra-Eucaristía que celebramos semanalmente nos debe confrontar con la vida. La Palabra-Eucaristía nos llama a una comunión, aún en medio de la diversidad que somos y representamos. Esta comunión significa la fraternidad humana, que nos dice que no podemos separar nuestra fe de nuestra vida ordinaria: vivimos en el mundo, pero no somos del mundo sino de Dios. Por la comunión con Jesús en la Palabra y Eucaristía recibimos la vida eterna, Jesús es la fuente íntima de mi ser y actuar.

A la Madre Teresa de Calcuta le preguntaron en una ocasión por qué hizo lo que hizo, y simplemente dijo 'por Jesús'. Nuestra relación con Él debe ser muy personal: ‘Uno por uno’ somos guiados por Él. No somos extraños, Él nos llama por nuestro nombre. Como ha sugerido uno de los ‘Tweet’ del papa Francisco esta semana: “Leamos el Evangelio, un poco todos los días. Así aprenderemos a vivir lo esencial: el amor y la misericordia”. Dios nos habla en la oración y esa oración nos ayuda a mantener nuestra convicción y conocer mejor a su hijo: Jesús.

San Pedro en la segunda lectura (1 Pe. 2,4-9) nos habla de que debemos convertirnos en constructores, porque “somos piedras vivas con las que se construye el Templo espiritual destinado al culto perfecto”. La comunión con Cristo nos eleva, nos hace “raza elegida, reino de sacerdotes, nación consagrada” y esto es de todos y para todos.

Creo que sería extraordinario aceptar como reto la frase de Jesús en el evangelio de hoy cuando dice a Felipe: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre”, y cambiándola un poco pudiéramos los miembros de la Iglesia decir todos juntos, incluidos laicos, religiosos/as y clérigos/obispos: “quien nos ve a nosotros, ve a Jesucristo”. No es exageración esperar todo eso, pues al fin y al cabo ¿no es la Iglesia (todos) el cuerpo de Cristo?

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