lunes, 2 de abril de 2018

Mateo 28,8-15: Aparición a las mujeres

Mateo 28,8-15   

En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos.»  Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: «No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.» Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido.  Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: «Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros.» Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.

— Aparición a las mujeres

Mateo ha recogido, para refutarla, la presencia de guardias en la tumba de Jesús. Eso explica algunas diferencias respecto a los otros evangelios. Dado que el sepulcro está sellado y vigilado, las mujeres se acercan simplemente a verlo. La presencia de la guardia implica que encuentren el sepulcro todavía cerrado y que se abra por la intervención sobrenatural de un ángel. El evangelista se burla de los guardias: los que estaban encargados de custodiar a un muerto y de intimidar a eventuales ladrones se quedan como muertos de miedo (v. 4).

Las mujeres, en cambio, no deben temer, porque ellas buscan a Jesús. Su fidelidad al Maestro en la hora del dolor (27,55.61) obtiene un anuncio sorprendente: «No está aquí, ha resucitado» (v. 6). Se las invita a constatar que el sepulcro está vacío: de este modo se convierten en testigos autorizados precisamente las mujeres, cuyo testimonio no era considerado válido en el mundo judío.

La secuencia de los verbos y de los adverbios (vv 6b-7) expresa la urgencia de la misión confiada a las discípulas, que la acogen con una entrega total. La gran alegría que las anima se multiplica cuando el Resucitado en persona es quien la otorga, saliéndoles al encuentro.

La carrera de las mujeres se detiene a los pies de Jesús. El mismo Señor les repite las palabras tranquilizadoras: «No temáis», y les confirma la tarea del anuncio a aquellos a los que llama «mis hermanos». La carrera de la palabra vuelve a partir para suscitar la fe, pero, al mismo tiempo, se difunde la calumnia de la incredulidad: a la primera la impulsa la alegría, mientras que la segunda pone en ridículo a sus mismos autores (vv. 11-15).

Alborear del primer día después del sábado, alborear de una creación nueva: Jesús ha realizado en la tierra la obra que el Padre le encomendó (cf. Jn 17,4), y en el séptimo día reposó en el seno de la misma tierra para preparar su transfiguración desde dentro. Sin embargo, no todos son capaces de captar lo que está sucediendo, puesto que sólo la fe y el amor iluminan la mirada interior. Los guardias del sepulcro ven también la intervención sobrenatural; sin embargo, quedan presos, primero, del terror y, después, de la avidez y de la mentira.

En cambio, ¡cuánta luz inunda el corazón de las discípulas de Jesús, mujeres humildes. En la oscuridad del sepulcro vacío se enciende la antorcha de su fe, que de inmediato se vuelve misión, camino hacia los hermanos. Tampoco faltan nunca, en la vida, las noches de la ausencia o incluso de la «muerte de Dios», cuando la esperanza parece verdaderamente sepultada bajo la decepción, bajo los repetidos fracasos. Sin embargo, el Señor prepara en esa oscuridad nuestra misma resurrección, la nueva criatura muerta al pecado y viva para Dios.

Las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle (cf. 27,55) no renuncian a seguirle y a servirle también cuando, con su muerte, todo parece acabado. Por su perseverancia y entrega las espera el Resucitado; también nos espera a nosotros, precisamente allí donde son más densas las tinieblas, para introducirnos en su misterio pascual. Allí donde nosotros ya no esperaríamos nada, Cristo nos ha preparado la alegría de un encuentro para hacernos verdaderos discípulos suyos y enviarnos, en su nombre, a nuestros hermanos.

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